Camino de Bureta
Ricardo Aliaga Escario. 2000
Camino de Bureta, la mañana es azul y extraordinariamente radiante. Sólo una débil nube se ha atrevido a surcar el cielo y el sol brilla en lo alto haciendo resplandecer los campos y fajas que se sucederán sin interrupción a ambos lados del camino, ya cementado.
Segundos después de saludar a la última casa percibimos que a partir de ella termina el pueblo y comienza la ruta, transición que se produce de manera completamente suave y natural. Levantando la mirada, podemos contemplar nuestro primer alto en el camino; el viejo chopo se muestra solemne, alterando la monotonía del paisaje, e invitándonos a pasar un ligero instante bajo su heterogénea y refrescante sombra. Su tronco contiene (ligeramente abollada e inclinada por el efecto de algún perdigón certero) la chapa negriblanca indicadora de coto privado de caza. Perdices, codornices, tórtolas, palomos, conejos, liebres, rabosas e incluso jabalíes se preparan para sobrevivir al duro e implacable acecho de los cazadores del lugar, los cuales esperan ansiosos al levantamiento de la veda.
Como muestra de la profunda devoción de las gentes del pueblo encontramos, frente al citado árbol, una cruz que cobija la escultura tallada de Cristo (no será la única con la que nos topemos), cuya base se encuentra formada por dos escalones que en más de una ocasión han servido de cómodo asiento. ¿Cuántas tardes hemos pasado allí, en ese pequeño escenario?. ¿Cuántas noches han transcurrido en tu regazo y en compañía de las historias, los juegos, los chistes, las risas, las estrellas . . . ?.
Si miramos a la izquierda, otra vía nos conducirá hacia la zona denominada "las eras", albergantes en otros tiempos de un mayor número de caballerías (la maquinaria del pasado), útiles, grano, animales de ganadería y algún perro guardián, pero nuestros pasos obviarán este itinerario y continuarán rectos para no desviarnos de nuestro propósito inicial. Antes de llegar a una curva a derechas podremos deleitarnos con unas dulces moras, aperitivo silvestre que ha acompañado al paseante con su especial sabor desde nuestra más remota memoria, placer de la naturaleza que hace felices a los que lo disfrutan. Trazando la curva, pasaremos por encima de una de las múltiples acequias constituyentes, cual tela de araña, de la compleja red agua-tierra formada por éstas y por los campos hacia donde van destinadas. Estos capilares del "Guatizalema" nos traen historias desde tierras más altas, duras y montañosas, y su sonido de fondo junto al canto de los pájaros autóctonos conforma una armonía difícil de ser superada incluso por el más afinado de los instrumentos musicales.
Seguimos la ruta y nos topamos con otra bifurcación en la que una señal se encarga de mostrarnos el sentido prefijado. La visión del cementerio en un segundo plano y de la "ermita de Bureta" en un tercero nos hacen girar a la izquierda, y dejar de lado el camino recto, que nos llevaría al puente viejo del río y a las fuentes de "Pepón" y "Catevilla", aquellas en las que más de una vez nosotros y nuestros antepasados hemos saciado la sed, causada por el trabajo, la caza, la excursión, la bicicleta . . .
Tomada la curva en ángulo recto, encontramos a un lado matas de panizo, verdes todavía, pero con la esperanza de amarillear en breve y brindarnos con sus dorados frutos. Al otro, bellos girasoles apenas levantan sus cabezas para observar nuestro paso, mientras, de vez en cuando, se ven atosigados por grupos de cardos a quien nadie ha invitado a la fiesta, pero que ya son considerados como parte integrante de la misma. Es el momento de disfrutar del ecuador del recorrido, el punto medio de un paseo cada vez más estimulante, variado y placentero.
La misma rapidez con la que sentimos discurre nuestra vida se transforma en lentitud cuando llegamos al amplio descansillo en el cual finalizará la robustez y llanura del hormigón. Hemos llegado a las puertas del cementerio, lugar rodeado por un aura de paz y respeto, donde se encuentran gran parte de nuestros antepasados. Allí permanecen nuestros seres más queridos ya fallecidos, y muchos de ellos pisaron el mismo suelo hacia Bureta, el que nosotros ahora recorremos, en múltiples ocasiones.
Proseguimos el itinerario por un camino convertido en tierra y piedras, donde percibimos un ligero desnivel que nos indica el inicio del "tozal de Bureta". Después de girar a derechas, son los pinos quienes se convierten en los protagonistas del momento, y nos saludan en nuestra ascensión a la cima. Sus fuertes raíces se encargarán de que la elevación del terreno no se vea alterada por los constantes efectos naturales del agua y el viento, evitando la erosión del suelo que rodea a la ermita.
Hemos llegado al término del trayecto sin apenas darnos cuenta, y nos encontramos en la parte alta del tozal, plana en su extensión, lugar de innumerables celebraciones: romerías, comidas, jotas, tertulias al salir de misa, etc. Desde aquí, divisamos al noroeste la "sierra de Guara", que se muestra como una referencia indiscutible para pronosticar el devenir del tiempo climatológico, dato de suma importancia en el modo de vida de los habitantes de estas tierras. Si miramos en sentido contrario podremos observar el pueblo y reflexionar sobre el por qué de la construcción de la ermita en esta ubicación. Desde esta panorámica la influencia en la zona es mayor, la visión de las tierras adyacentes es cómoda y la protección que las gentes devotas demandan a la Virgen se hace posible.
Una nueva cruz (esta vez de forja) acapara nuestra atención, y dando unos pocos pasos procedemos a observarla. La sección cuadrada de su pilar muestra cuatro caras ocupadas por numerosos símbolos en relieve que no nos cansamos de mirar. Signos de fertilidad, antropomórficos y religiosos se mezclan en una combinación caracterizada por el esquematismo y la diversidad de sus formas. La lucha vital parece mostrarse como el tema principal de la representación, y su conservación en el transcurrir del tiempo le confiere un valor cada vez mayor.
Mientras tanto, la ermita aguarda paciente a que depositemos en ella todo nuestro interés, sabiéndose protagonista y punto final de nuestro paseo. Las distintas caídas de su tejado se recortan contra el cielo, silenciosas y claras como crestas de una cordillera, y la blancura de sus paredes exteriores se hace más fuerte conforme el sol más brilla. La disposición un tanto anárquica de sus respectivas zonas (casa de ermitaño, núcleo central y capillas laterales) proporciona a su exterior un atractivo toque de asimetría, reforzado por la presencia de dos puertas, varias ventanas y un contrafuerte en su parte central, justo al lado de la puerta principal. Sus esquinas de ladrillo y piedra vista dan una imagen de la estructura interna de sus muros, técnica constructiva muy utilizada en la zona. Acercándonos a su puerta de madera, sobre la que los más ancianos nos cuentan una bella leyenda, podemos ver el dibujo de unas manos misteriosas marcadas en las piedras de su arco semicircular, y encima de éste la ruidosa y juguetona campana, aquella que ha sonado en tantas ocasiones.
El paseo a través de este escenario natural y la contemplación de los distintos puntos de interés ha hecho que el tiempo transcurriese desde nuestra partida y ya es casi mediodía. El sol irradia con una intensidad agotadora para el paseante, y nos vemos obligados a tomar el camino de vuelta al pueblo, con la convicción de que siempre que paseemos por estos parajes encontraremos nuevos estímulos y sensaciones, ingredientes principales para disfrutar de los momentos que nuestros lugares nos brindan.
Foto de encabezado: Vista de la Ermita de Bureta desde "El Barrio"